A lo largo de la historia, los países han necesitado asegurar los derechos de propiedad privada e imponer límites al poder del Estado para que los empresarios asuman riesgos, para que los bancos presten dinero y para que las economías crezcan. No en la China comunista.
El espectacular éxito de la economía china en los últimos veinte años parece sugerir a muchos analistas que las instituciones quizá no sean tan importantes para un país como siempre se ha dicho que son. No se trata de un debate académico estéril.
Nuestra percepción de lo que vuelve a China exitosa tiene serias implicaciones para la manera en que analizamos las perspectivas para el resto del mundo en vías de desarrollo.
La mayoría de nosotros podríamos pensar que la forma en que Robert Mugabe ha socavado a la democracia son malas noticias para la economía de Zimbabwe.
Pero partiendo del hecho de que China generó prosperidad material y empresas ampliamente exitosas como el fabricante de ordenadores Lenovo Group Ltd. sin una democracia constitucional y sus accesorios, entonces no podemos decir –al menos basándonos en argumentos meramente económicos — que Zimbabwe los necesita.
Igualmente inútiles serían los montones de pruebas empíricas que los economistas han presentado para fundamentar la relación causal entre derechos de propiedad y crecimiento.
Si el milagro económico más fascinante de nuestro tiempo logra prosperar en un vacío institucional, sin duda otros pueden hacerlo.
Ahora, quizá eso solo le suene bien a Mugabe y su camarilla. Entonces, ¿qué nos estamos perdiendo? La respuesta, según el economista del Massachusetts Institute of Technology, es simple: la visión convencional de que China tiene fallas sistémicas.
Las instituciones, como el economista Yasheng Huang argumenta en su libro por salir: “Capitalism With Chinese Characteristics’ (Capitalismo con características chinas), importan tanto en China como en otras partes, solo que su efecto no se siente tanto.
Parte del problema radica en medir los cambios en el ambiente de políticas que enfrentan los empresarios. Según la popular base de datos Polity IV, las “tendencias autoritarias’ en China se acercaron al totalitarismo a principios de la Revolución Cultural de Mao en 1966, seguidas por un retorno en dos fases a una sociedad un poco más libre en los años setenta. Y las manecillas del reloj se detienen allí.
“Si los campesinos chinos hubieran juzgado la certidumbre de sus derechos de propiedad basándose en Polity IV, ninguno de ellos se habría vuelto empresario’, dice Huang. Pero lo hicieron. Millones de ellos.
Huang revisó los datos del Ministerio de Agricultura de China para demostrar que en 1985, de los 12 millones de negocios clasificados como ‘empresas municipales y rurales’ más de 10 millones eran de propiedad privada. La opinión convencional de que estas empresas eran controladas por gobiernos locales es un mito.
Por lo tanto, ¿qué cambió exactamente entre el Gobierno y la gente para que se produjera este auge extraordinario del ‘capitalismo rural’? Unos cuantos años después de la Revolución Cultural de Mao, la posesión privada de un libro — y ni qué decir de una empresa — podía hacer que una persona fuera arrestada.
“Ni entonces ni ahora China ofrece una certidumbre en materia de derechos de propiedad’, dice Huang. “Pero a principios de los años ochenta China avanzó mucho, y rápido, en cuanto a establecer la seguridad del propietario. Y tampoco debemos subestimar el incentivo de no ser arrestado’.
Algo sobre Deng Xiaoping, que dirigió China tras la muerte de Mao en 1976: convenció a los campesinos de que los cambios realizados por él eran reales, y que la vida no volvería ser tan dura como fue bajo su antecesor. Mao lo ‘purgó’ tres veces, y la Guardia Roja tulló a uno de sus hijos’, escribe Huang. “Ningún otro líder chino consiguió el tipo de credibilidad automática lograda por él’.
Parte de esto es mera especulación. Pero la teoría es plausible. La hipótesis de Huang podría ayudarnos a entender mejor a la China contemporánea que cientos de análisis de economistas sobre el producto interno bruto.
Una de las conclusiones más sorprendentes del análisis de Huang es que menos de un cuarto de los beneficios de las empresas en la cuarta economía del mundo provinieron en 2005 de la empresa privada nacional. Entonces, ¿qué le ocurrió al legado de Deng?
Tras las protestas de 1989 en Tiananmen, el apoyo político a un espíritu empresarial genuino desapareció en la China de los años noventa. Jiang Zemin y Zhu Rongji preferían un crecimiento impulsado por el capital internacional y desde los centros urbanos. Para los empresarios que estaban lejos de las metrópolis, el acceso al financiamiento se redujo justo cuando prometía volverse más liberal.
El actual liderazgo del presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao está consciente del reto que enfrenta: la brecha entre salarios rurales y urbanos ha crecido alarmantemente, la cuota de mano de obra en el ingreso nacional ha disminuido y la desigualdad entre las provincias costeras ricas y las regiones pobres sin acceso al mar ha aumentado.
A principios de los años ochenta, no temer ser encarcelado era suficiente para que millones de personas establecieran sus propias empresas. Los cambios institucionales que se requieren ahora tendrán que ser mucho más importantes.
Como empresa china, Lenovo no pudo conseguir una licencia para fabricar ordenadores en China, dice Huang. Tuvo que entrar como una “empresa de inversión extranjera’ con sede en Hong Kong.
El éxito de Lenovo se debió al espíritu emprendedor de China aunado a la credibilidad institucional de Hong Kong, en donde la empresa, conocida como Legend Holdings, reunió US$29 millones en 1994.
Incluso ahora que China tiene un mercado accionario que mueve US$3,3 billones, las empresas chinas se ven obligadas a buscar financiación en Hong Kong y Singapur.
Así que el verdadero milagro capitalista en China aún está por suceder.
Fuente: Bloomberg

