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Historia: el lado bueno de "lo atamos con alambre"

El dicho suele remitir a la idea de precariedad para solucionar cualquier problema, pero puede decirse lo mismo respecto del campo.

El dicho suele remitir a la idea de precariedad para solucionar cualquier problema, pero puede decirse lo mismo respecto del campo.
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Por Infocampo

Aunque para los argentinos el dicho popular ‘lo atamos con alambre’ suele remitir a la idea de precariedad para solucionar cualquier problema, no puede decirse lo mismo respecto del campo, porque fue la incorporación del alambrado lo que permitió que se sumara la tecnología a la explotación agrícola y ganadera.

‘¡Alambren, no sean bárbaros!’, gritaba Domingo Faustino Sarmiento, a mediados del siglo XIX, convocando a los estancieros a proteger sus cosechas y ganados.

Hasta entonces, los animales se mezclaban generando importantes trifulcas entre los propietarios, además de pisotear sembrados ajenos con las imaginables consecuencias económicas.

Desde los tiempos de la conquista, allá por 1580, cuando don Juan de Garay fundó la ciudad de Buenos Aires y repartió los primeros solares y chacras, la falta de límites claros entre las propiedades planteó serias dificultades, y la mayor de ellas fue la falta de producción.

‘Muchos pobladores no siembran, ni plantan ni edifican por no saber al cierto lo que es suyo’, informó al Cabildo el procurador general, Juan Díaz de Ojeda, el 9 de octubre de 1606.

Debieron pasar casi dos siglos, hasta que el Cabildo de Luján dispuso que ‘para precaver daños mandamos que los que sembrasen en terrenos de estancia, lo hiciesen previamente debajo de cerco y zanja, único modo de conciliar los intereses de labrador y hacendado a un tiempo. De modo que la Agricultura producirá utilidades mucho más ventajosas y seguras, cesarían las escandalosas discordias, riñas y aun muertes que se han experimentado, sucediendo en su lugar la paz y la tranquilidad, con conocido incremento de intereses que haría felices a labradores y hacendados’.

Desde entonces, un nuevo oficio se incorporó a la tarea del campo: el de ‘zanjeador’, y los inmigrantes vascos fueron los preferidos para este trabajo, por el que cobraban de 1 a 3 pesos por vara, mientras que un peón de estancia percibía 200 pesos al mes.

A las zanjas se sumaron los cercos vivos de tunas, pronto reemplazadas por el tala y el añapindá. Pero no tardaron en aparecer los problemas: las zanjas se desmoronaban y ‘criaban sabandijas’, y debajo de las tunas se multiplicaban los hormigueros y otros bichos.

Fue recién a mediados de 1800 cuando Richard B. Newton trajo de Inglaterra, su país de origen, el primer alambre que utilizó nada más que para cercar la quinta de su estancia ‘Santa María’, en Chascomús, provincia de Buenos Aires.

Luego, lo siguió el cónsul prusiano en Buenos Aires, Francisco Halbach, quien extendió la novedad a todo el perímetro de su estancia ‘Los Remedios’, en los pagos de Ezeiza, donde hoy funciona el aeropuerto internacional.

Las discusiones sobre el alambrado ocupaban largas horas en las principales tertulias de Buenos Aires. Cuenta Pastor Obligado en ‘Tradiciones de Buenos Aires’, que los estancieros se resistían al nuevo adelanto por una razón de costo, pero también por una cuestión cultural.

‘¿Quién pone puertas al campo?’, preguntó uno de los hacendados, con ironía, durante uno de esos intercambios de opiniones.

A partir de la década de 1880, la gente del campo se rindió ante la evidencia.

Primero se cercaron las zonas lindantes con la Capital Federal, empezando desde el norte.

El oeste fue limitado hacia fines del siglo XIX, y en el sur, la cabaña madre de los Hereford en el país, propiedad de Leonardo Pereyra, fue la primera en alambrarse.        

A comienzos del siglo XX, según señala Noel Sbarra en su libro ‘La historia del alambrado en la Argentina‘, el alambre cubría 405.400 kilómetros, la misma distancia que separa la Tierra de la Luna. Para entonces, el país se había transformado en el ‘granero del mundo’, uno de los principales proveedores de trigo, maíz y cereales del universo.

Por Araceli Bellotta. Historiadora y columnista de El Federal.

Artículo publicado en la edición de esta semana de Infocampo Semanario.

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