Si siembran 17 millones de hectáreas, no pueden estar equivocados. La soja, ese yuyo a prueba de todo, es lo que ha permitido a los productores, desde el más grande al más chico, hacerse de una moneda en los últimos diez años. Es que la soja es un vegetal maravilloso.
Por empezar es una autógama, es decir que se fecunda dentro de la misma flor y por lo tanto mantiene las características genéticas casi inalterables, de generación en generación.
Entonces, si el productor tiene una variedad que le anda bien, reserva parte del grano que cosechó y lo usa como semilla en la campaña siguiente.
Pongámosle números. Hoy una buena bolsa de maíz para sembrar una hectárea no baja de 130 dólares.
En cambio, para sembrar una de soja hacen falta 80 kg de grano, cuyo costo de oportunidad es de 25 dólares con toda la furia. Es más, aun comprando semilla original fiscalizada, no gasta más de 50 u$s/ha.
Segundo. Hay un marco legal que, guste o no guste, le permite al productor hacer el uso propio y no hay patentes para las obtenciones vegetales. Por eso los farmers de los EE.UU. gastan más del doble que los chacareros por la semilla de soja.
Tercero. La naturaleza quiso que unas bacterias, llamadas rizobios, hayan aprendido a convivir con la planta de soja en las raíces. El trato es que la soja le da energía (fotosintantos) y el rizobio le paga con nitrógeno que fija del aire.
Consecuencia, no hace falta fertilizar con nitrógeno. En cambio, los 150 a 200 kg de urea que hoy se lleva un maíz de alto rendimiento significan entre 60 y 80 u$s/ha, mínimo.
Cuarto. En un momento los astros se alinearon y la tecnología de resistencia a glifosato en soja entró en paralelo con los Estados Unidos, pero a costo argentino, no estadounidense.
Es un tema polémico y hay mucha tela para cortar. Lo cierto es que en la Argentina había una industria química preparada para sintetizar la molécula del herbicida y un sistema de registro no restrictivo que le permitió fabricarlo a un precio mucho más competitivo que en los EE.UU.
La consultora Ecolatina intentó sin éxito demostrar que había un supuesto dumping. No lo logró y el glifo siguió siendo súper accesible para nuestros chacareros durante muchos años (hasta ahora, que se fue a las nubes).
Entonces, el productor podía apostarle a la agricultura aunque tuviera menos espalda financiera que las grandes empresas agropecuarias.
Pero parece que hay un sector de la sociedad que esto no lo entiende o no lo quiere entender, y habla de la soja como si fuera la avanzada de un siniestro proyecto de dominación imperialista de los EE.UU. y pide a gritos su exterminio.
Nada más errado. En la Argentina, la soja es el gol que el Diego les hizo a los ingleses en el Mundial 86. Es “la mano de Dios”.
Para que no queden dudas, después, el 10 les terminó de pintar la cara con el mejor gol que se haya visto en un Mundial. Inapelable.
Nuestra soja es eso. El grito de rebeldía de un campo que se las ingenió para sobrevivir en un país sin subsidios y súper impuestos.
La soja desembarcó en nuestro país allá por los 70, en el tercer gobierno de Perón, de la mano de su secretario de Agricultura, Horacio Giberti.
Relata muy bien la anécdota Héctor Huergo. Fueron dos aviones Hércules de la Fuerza Aérea, en octubre del 73, los que se trajeron 35.000 kg de semilla desde Miami. Ahí empezó todo. Pero ahora el ministro Lousteau habla en contra de la “sojización”, olvidando esa verdadera gesta.